(…) el hombre es la más adaptable de las criaturas, principalmente cuando va para mejor. Aunque no sea lisonjero confesarlo, para ciertos europeos, verse libres de los incomprensibles pueblos occidentales, ahora en navegación desmesurada por el océano, de donde nunca deberían haber venido, fue, sólo por sí, una satisfacción, promesa de días aún más confortables, cada uno con su igual, empezamos al fin a saber qué es Europa, aunque queden en ella, todavía, parcelas espurias que más tarde o más temprano acabarán desligándose también de un modo u otro. Apostemos a que en nuestro final futuro seremos un país solo, quintaesencia del espíritu europeo, sublimado perfecto, Europa, es decir, Suiza.
Pero, si hay de esos europeos, también hay europeos de éstos. La raza de los inquietos, fermento del diablo, no se extingue fácilmente, por más que se fatiguen los augures en pronósticos. Ella es la que sigue con los ojos el tren que va pasando y se entristece con la nostalgia del viaje que no hará, ella es la que no puede ver un pájaro en el cielo sin experimentar un ansia de alciónico vuelo, ella es la que, al perderse el barco en el horizonte, arranca del alma un suspiro trémulo, pensó la amada que era de estar tan próximos, sólo él sabía que es de estar tan lejos. Fue una de esas disconformes y desasosegadas personas quien por primera vez se atrevió a escribir las palabras escandalosas, señal de una perversión evidente, Nous aussi, nous sommes ibériques, las escribió en un rincón de la pared, con miedo, como quien, no pudiendo aún proclamar su deseo, no puede tampoco esconderlo. Por haber sido, como se puede leer, en lengua francesa, se creerá que fue en Francia, pero la cosa es discutible, pudo haber sido también en Bélgica o en Luxemburgo. Esta declaración inauguradora se difundió rápidamente, apareció en las fachadas de los grandes edificios, en los frontispicios, en el asfalto de las calles, en los pasillos del metro, en puentes y viaductos, los europeos fieles conservadores protestaban, Estos anarquistas están locos, siempre es así, de todo tiene la culpa el anarquismo.
Pero la frase saltó las fronteras, y tras haberlas saltado, se comprueba que aparece también en otros países, en alemán Auch wir sind Iberisch, en inglés We are iberians too, en italiano Anche noi siamo iberici, y, de repente, fue como un reguero de pólvora, ardía en todas partes con letras rojas, negras, azules, verdes, amarillas, violeta, un fuego que parecía inextinguible, en neerlandés y flamenco Wij zijn ook Iberiérs, en sueco Vi ocksá ár iberiska, en finlandés Me myoskin olemme iberialaisia, en noruego Vi ogsii er iberer, en danés Ogsaa vi er iberiske, en griego Eímaste íberoi ki emeís, en frisón Ek Wv Binne Ibeariérs, y también, aunque con reconocible timidez, en polaco My tez jestesmy iberyjczykami, en búlgaro Nie sachto sme iberiytzi, en húngaro Mi is ibérek vagyunk, en ruso Mi toje iberitsi, en rumano Si noi síntem iberici, en eslovaco Ai my sme ibercamia. Pero el colmo, el ápice, el máximo, el acmé, palabra rara que no volveremos a usar, fue cuando en los muros del Vaticano, por las venerables paredes y columnas de la basílica, en el zócalo de la Pietá de Miguel Ángel, en la cúpula, en enormes letras azul celeste en el suelo de la plaza de San Pedro apareció la mismísima frase en latín, Nos quoque iberi sumus, como una sentencia divina en mayestático plural, un manetecelfares de las nuevas eras, y el papa, en la ventana de sus aposentos, se santiguaba de puro asombro, trazaba en el espacio la señal de la cruz, inútilmente, que esta tinta es de las firmes, diez congregaciones enteras no bastarán, armadas de cepillo, lejía, piedra pómez y raspadores, con refuerzo de diluyentes, aquí hay trabajo hasta el próximo concilio.
De la noche a la mañana Europa apareció cubierta de estas pintadas. Lo que al principio quizá no pasaba de un mero e impotente desahogo de un soñador, fue extendiéndose hasta convertirse en grito, protesta, manifestación en la calle. El fenómeno empezó siendo menospreciado, sus expresiones blanco de irrisión. Pero no tardaron las autoridades en inquietarse ante un proceso que esta vez no podía atribuirse a maniobras del exterior, siendo también el exterior campo de la misma maniobra subversiva, y esta circunstancia ahorró al menos el trabajo de investigar qué exterior sería ése, nominalmente identificado. Se puso de moda que salieran los contestatarios a la calle con pegatinas en la solapa o, más libertariamente, colocados por delante y por detrás, en las piernas, en todas las partes del cuerpo y en todas aquellas lenguas, y también en los dialectos regionales, en las distintas jergas, y al fin en esperanto, pero éste era difícil entenderlo. Una acción de contrafuego decidida por los gobiernos europeos consistió en organizar debates y mesas redondas en la televisión, con la principal participación de personas que huyeron de la península cuando la ruptura se consumó y resultó irreversible, no aquellas que estaban allí como turistas y que, pobrecillas, aún no se habían repuesto del susto, sino los nativos propiamente dichos, los que, pese a los apretados lazos de tradición y cultura, de propiedad y poder, dieron la espalda al desvarío geológico y eligieron la estabilidad física del continente. Estas personas trazaron el negro cuadro de las realidades ibéricas, aconsejaron, con mucha caridad y conocimiento de causa, a los turbulentos que imprudentemente estaban poniendo en peligro la identidad europea, y concluyeron su intervención en el debate con una frase definitiva, clavando sus ojos en los ojos del espectador, en actitud de gran franqueza, Haga como yo, elija Europa.
El efecto no fue particularmente productivo, a no ser en las protestas contra la discriminación de que habían sido víctimas los partidarios de la península, quienes, si la inmunidad y el pluralismo democrático no fueran palabras vanas, tendrían que haber estado presentes en la televisión para exponer sus razones, si las tenían. Se comprende la precaución. Armados con las razones que la discusión sobre la razón siempre crea, los jóvenes, porque eran ellos sobre todo los que realizaban las acciones más espectaculares, habrían podido fundamentar con más convicción su protesta, tanto en la escuela como en la calle, y en la familia, no lo olvidemos. Cabe discutir si los jóvenes, bien provistos de razones, habrían renunciado a la acción directa, aunque sólo fuera por el efecto sedante de la inteligencia, al contrario de lo que ha sido convicción desde el inicio de los siglos. Cabe discutir, pero no vale la pena, porque entretanto fueron apedreados los edificios de la televisión, saqueadas las tiendas que vendían aparatos de TV ante la desesperación de los vendedores que clamaban, Pero yo no tengo la culpa, de nada les valía su inocencia relativa, estallaban las lámparas como petardos, las cajas eran apiladas en las calles, les prendían fuego, quedaban reducidas a cenizas. Venía la policía, cargaba, se dispersaban los insurrectos y en ese juego pasaron ocho días, hasta este en que estamos (…) centenares de miles, millones de jóvenes en todo el continente salieron a la calle a la misma hora, armados no de razones sino de bastones, de cadenas de bicicleta, de navajas, de bicheros, de leznas, de tijeras, como si hubieran enloquecido de rabia, y también de frustración y de anticipado dolor, y gritaban, Nosotros también somos ibéricos, con la misma desesperación que hacía gemir a los comerciantes, Pero nosotros no tenemos la culpa. Cuando los ánimos se hayan serenado, dentro de unos días o semanas, vendrán los psicólogos y los sociólogos a demostrar que, en el fondo, aquellos jóvenes no querían ser realmente ibéricos, lo que hacían, aprovechando un pretexto ofrecido por las circunstancias, era dar salida al sueño irreprimible que, viviendo tanto cuanto la vida dura, tiene en la juventud generalmente su primera irrupción, sentimental o violenta, no pudiendo ser de una manera, es de otra. Entretanto se trabaron batallas campales, o de plaza y calle por hablar con más rigor, los heridos se contaron por centenares, hubo tres o cuatro muertos, aunque las autoridades intentaron ocultar tan tristes casos en la confusión y contradicción de las noticias, nunca las madres de agosto llegaron a saber con certeza cuántos fueron sus hijos desaparecidos, por la simple razón de no haber sabido organizarse, hay siempre unas cuantas que quedan fuera, estaban ocupadas llorando su pesar, o cuidando del hijo que les quedaba, o debajo del padre del hijo desaparecido haciendo otro hijo, por eso las madres pierden siempre. Gases lacrimógenos, coches-manguera, porras, escudos y cascos, piedras arrancadas de la calzada, barras de las vallas urbanas, lanzas de las verjas de los jardines, he aquí algunas de las armas utilizadas por un bando y otro, ciertas novedades, de efectos más dolorosamente persuasivos, empezaron a ser ensayadas aquí por las diferentes policías, las guerras son como las desgracias, nunca vienen solas, la primera experimenta, la segunda perfecciona, la tercera es la que vale, siendo cada una de ellas, según por dónde se empiece a contar, tercera, segunda y primera.
Para los almanaques de memorias y recuerdos quedó la última frase de aquel gentil mozo holandés, alcanzado por una bala de goma que, por tara de fabricación, salió más dura que el acero, aunque la leyenda se apoderará pronto del episodio y cada país jurará que el muchacho era suyo, mientras la bala, claro está, queda por reivindicar, y la frase no lo fue tanto por su sentido objetivo, sino por ser hermosa, romántica, increíblemente joven, y a los países les gusta esto, principalmente tratándose de causas perdidas, como ésta, Al fin, soy ibérico, y habiendo dicho esto, expiró. Sabía este muchacho lo que quería, o creía saberlo, lo que, a falta de cosa mejor, hace sus veces (…) La radio, con pilas nuevas, dio noticia de los calamitosos acontecimientos de Europa y se refirió a fuentes bien informadas, según las cuales estaban realizándose presiones internacionales sobre los gobiernos portugués y español para poner coto a tal situación, como si en manos de ellos estuviera el poder realizar tal desiderátum, como si ser gobierno de una península a la deriva fuera lo mismo que conducir a Dos Caballos. (…)