sábado, 7 de diciembre de 2013

"Lo que temo es que los libertadores se revelen a sí mismos como elitistas"




“La dictadura no es más que la hipertrofia de la opresión del sistema. Si derrocas la dictadura sin tocar el sistema, la opresión persiste”. (Estudiante de sociología chileno explicando el motivo de la lucha juvenil al movilero de la Televisión Nacional, en 2012)

No son pocos ni son cosa del pasado los movimientos políticos que se caracterizan por la destacada heroicidad de sus militantes y dirigentes, que protagonizan luchas muy desiguales, por lo general contra sistemas encarnizadamente opresivos, cuyo núcleo de gobierno dictatorial, fuerzas de represión, sicarios, torturadores y tenebrosas mazmorras son el blanco evidente contra el que ha de dirigirse la energía revolucionaria. En este enfrentamiento, cuando nadie duda acerca de cuál es el objetivo inmediato, tampoco el líder estará en duda: será es el más heroico, el más resuelto, el más templado, el mejor de nosotros. Los demás, sólo tenemos que ser capaces de seguirlo.

Cuando el gobierno dictatorial se debilita, porque los embates de la revolución han comenzado a agrietarlo y el derrumbe acecha, y porque comienza a perder la unanimidad de los que antes le permitieron encumbrarse, los dueños del sistema –normalmente más lúcidos que sus ocasionales representantes en la administración- tienden a parlamentar y a conceder. Plantean una negociación en la que ofrecen cambiar algunas, unas cuantas o todas las formas, siempre que no se toque el contenido. En este punto es donde la heroicidad, la resolución, el temple, se revelan menos valiosos que un programa político claro y certero. Todas las anteriores hazañas del líder y los dirigentes, toda la larga lucha del movimiento, pueden quedar opacadas según la elección que hagan ahora: si aceptan que el fin de la lucha es el cambio de las formas, o si persisten en la idea primigenia de revolucionar los contenidos. Para decirlo en argentino, si se dejan convencer de que “con la democracia se come, se cura y se educa”, o si prefieren garantizar la justicia antes que levantar las banderas de la paz y la concordia (banderas que antes el sistema despreciaba, pero que ahora agita como “el interés superior de todos”). 


La primera propuesta asegura el fin inmediato de la lucha, una apariencia de paz, los merecidos honores a los sacrificados dirigentes (¡incluso de parte de gentes de las que nunca los hubiesen esperado!), y el cambio de varias o de la mayoría de las formas más explícitas y ofensivas de la opresión. Posteriormente resurgirán los desgarrones bajo los parches pespunteados del armisticio, volverán a sentirse más agudos los dolores acallados, pero ya no estarán aquí los costureros y el pueblo deberá replantearse el mismo problema con otros líderes, otros movimientos. La segunda propuesta, en cambio, todo hay que decirlo, es más ardua: después de la lucha, que ha sido cruel y ha sido mucha, continuar en la búsqueda de la justicia será otra lucha, más larga, más profunda, más difícil, si cabe. Con la única ventaja de que estaremos “golpeando el fierro en caliente”, lo que por cierto no será poca cosa. Pero si el líder y el movimiento conceden a los verdugos la tregua que sólo piden cuando van perdiendo, si aceptan sus lisonjas y sus falsos arrepentimientos, si toman sin inventariar los jirones de poder que abandonan en la huida, tendremos que entender que todo volverá a empezar, de cero, sin ese líder ni ese movimiento, más tarde o más temprano. 


Algo así pasa en Sudáfrica, donde los paupérrimos asentamientos detrás del estadio de la final del mundial 2010 abarcan muchos kilómetros cuadrados, y donde la policía del gobierno negro masacra a 34 mineros negros para hacerles entender que en las minas de los boers y de los británicos no se hace huelga. Nelson Mandela murió el 5 de diciembre, y el pueblo sudafricano lo llorará como el querido líder de luchas ya pasadas. Pero los trabajadores, blancos y negros, desde hace tiempo están buscando otros líderes, otros movimientos, con los que continuar su larga jornada hacia la justicia.  


Lo que sigue son unas postales de la Sudáfrica post-apartheid, tomadas del relato del periodista mejicano Témoris Grecko, en su libro Asante África (2010)…     

JOHANESBURGO: LOS CUATRO FABULOSOS
Encontré una pensión en la zona de Melville, lo más parecido a un barrio bohemio de clase media en Johanesburgo. Está situado a media hora en taxi colectivo del centro de la ciudad, adonde fui acompañado por Antoine, un francés: mucho nos habían advertido de sus peligros. Pero el incidente más grave fue nuestro encuentro con un cómico callejero que humillaba a sus involuntarios comparsas para hacer reír a la multitud: dos blanquitos eran el objeto perfecto para el escarnio. Algunas manos trataron de retenernos, pero huimos a la carrera, sin preocuparnos por la dignidad.

Una vez a salvo del humor africano, echamos a andar tranquilos. Así nos dimos cuenta de que los grandes rascacielos están vacíos. Lejos están hoy las aseguradoras, los bancos, la bolsa de valores... sólo los organismos públicos y algunos periódicos permanecen ahí. Los reporteros dijeron que todos habían sufrido al menos un asalto en los alrededores. Al deambular por las calles —un hormiguero de gente que trafica con comida, camisetas o aparatos electrónicos en humildes puestos callejeros—, uno piensa que está en una ciudad cien por ciento negra: no se ve un solo blanco por la calle. En tiempos del apartheid era al revés: al caer la tarde ya no se permitía la presencia de negros.

Con Cheryl, la que había sido mi anfitriona en Centurión, fui al día siguiente a Sandton, el barrio a todo lujo adonde escaparon las empresas cuando el sistema de segregación fracasó. Sus elegantes avenidas han sido pensadas para coches grandes, las aceras son estrechas y están ocupadas por algunos trabajadores negros y muchos guardias acompañados de perros agresivos. En el centro comercial sí que se ve una ciudad racialmente diversa e integrada. En las cajas del súper, personas negras y blancas se alternan en la fila; en los salones de belleza, mujeres de todas las razas se aletargan para que les hagan peinados elaboradísimos; en el bar donde paramos a beber una cerveza de cinco dólares, jóvenes yuppies con el pelo engominado y coleta, unos rubios y otros morenos, discuten sobre ofertas públicas de adquisición y futuros del mercado de divisas.

A un lado del centro comercial hay una plaza que lleva el nombre de ese revolucionario que apenas hace dos décadas era señalado como amenaza comunista, Nelson Mandela. La rodean los rascacielos más novedosos de África, que albergan las mayores fortunas del continente y funcionan como base de operaciones de The Fab Four («Los Fabulosos Cuatro»), los nuevos tycoons o estrellas de los negocios, empresarios negros cuya fortuna conjunta supera los 1000 millones de dólares, distribuidos en acciones de grandes empresas mineras, aseguradoras, bancos, equipos de fútbol y carreras de coches.
Se trata de los beneficiarios del BEE (Black Economic Empowerment o «empoderamiento económico negro»), programa gubernamental destinado a forzar a los blancos a compartir el control del capital. La estrategia consiste en que las empresas incorporen personal negro y femenino en todos los niveles, desde los puestos más bajos hasta los cargos directivos, y que conviertan a estos empleados en copropietarios. Si una compañía quiere concursar en licitaciones estatales, debe formar parte del BEE y ganar cien puntos en el programa de acuerdo con la evaluación de una oficina pública dedicada a ello. Los detractores del BEE denuncian que las prioridades de asignación no obedecen a criterios de mejoramiento de una mayoría, sino a la creación de una cúpula negra (el 60% de los puntos corresponden a la dirección, la propiedad, las nuevas asociaciones y los contratos con otras empresas adscritas al BEE, mientras que sólo el 40% se otorga a la creación de nuevos empleos y la capacitación).

Tras despedirme finalmente de Cheryl, me enfrenté al problema de cómo regresar a mi pensión. No fue fácil encontrar un transporte, pero logré subirme a un taxi colectivo. Lucy Dlamini, una mujer zulú de unos cincuenta años que viajó junto a mí durante el trayecto, me contó con algo de cariño y bastante orgullo lo que había visto un día desde la ventana de su oficina. Se trataba de uno de los nuevos millonarios negros de Sandton: «¡Qué guapo se veía Macozoma, qué elegante, rodeado de blancos ricos! Y todavía me acuerdo de él cuando salió de la cárcel, el gobierno racista lo tenía preso». Saki Macozoma había sido el responsable de comunicaciones del Congreso Nacional Africano (CNA) cuando esta organización, que hoy detenta el poder, todavía era clandestina e incluso tenía un brazo armado, la guerrilla liderada por Tokyo Sexwale, otro superhombre de negocios. Ambos estuvieron en prisión con Mandela, y Sexwale es ahora un posible candidato presidencial, al igual que Cyril Ramaphosa, antiguo líder sindicalista y secretario general del CNA. Macozoma, Sexwale y Ramaphosa forman, junto con Patrice Motsepe, cuñado de un influyente ministro, el grupo llamado The Fab Four.

Varios pasajeros del taxi recordaban claramente los nombres y las actividades de Los Cuatro Fabulosos. Pasamos un buen rato juntos en aquel vehículo, porque el sistema de transporte público sudafricano es un caos diseñado hace décadas por los enemigos blancos de los usuarios negros, y el gobierno democrático no ha solventado el problema. Parecían acostumbrados y se mostraban, además, cordiales. Les parecía insólito que un blanco se apretara contra ellos. Si en la fiesta de Centurión yo era el moreno, en el colectivo me veían más bien pálido. A mi lado, la señora Dlamini se las arreglaba para espantar las arrugas de su traje sastre. Nunca ha reunido suficiente para comprarse un coche, pero se considera privilegiada por tener un empleo en un banco, desde donde había seguido la historia de los nuevos ricos negros: cuando el actual presidente, Thabo Mbeki, puso en marcha el BEE, la gente pensó que aquello significaría más y mejor trabajo para todos. Pero hubo poco de eso, y los otros pasajeros veían el programa como una operación de intercambio de influencia política por posiciones financieras. «Eso en tu país nunca lo permitirían», me dijo la amable señora sin la menor intención irónica. El vecino de la izquierda me tocó el brazo para enfatizar el punto con su aprobación. 

Para hacer negocios en Sudáfrica, una empresa tiene que formar parte del BEE. Las compañías más poderosas han buscado siempre a las mismas personalidades negras, les han dado acciones y las han incorporado en los puestos directivos. A cambio, han conseguido la aprobación del BEE y, por añadidura, han accedido a los primeros niveles de la administración pública y del CNA. Cuando llegamos a la parada del centro —enorme, desorganizado, sucio, peligroso—, la señora Dlamini me acompañó a buscar mi próximo transporte. Sólo había negros, «pero los líderes de este país no saben lo que es pasar por aquí todos los días», dijo la afable mujer, que para entonces ya parecía haberle perdido todo el cariño a Macozoma. Era un sitio techado, lleno de vehículos que no tienen que someterse a controles de contaminación y el esmog me estaba asfixiando. «Tú toses y ellos están cantando», me dijo. Miré alrededor, pero no veía a nadie que entonara melodías. «No son "Los Cuatro Fabulosos", son "las cuatro fábulas" del BEE, porque son cigarras que no dejan de cantar mientras las hormigas seguimos trabajando. Yo digo que el significado real de BEE es Black Élite Enrichment ("enriquecimiento de la élite negra")».

Lo que más le molestaba era que los multimillonarios negros no se preocupasen por la gente por la que lucharon en su juventud. Ese día en la prensa, Macozoma afirmaba que las críticas sólo provienen de los blancos y que, por eso, son «racistas»: «No apoyaría un sistema de libre empresa que tolerara la pobreza —decía la cita—, pero cinco o seis de nosotros repartidos por la economía podemos conseguir un cambio fundamental». Le mostré el diario a la señora Dlamini: «¿Qué pueden cambiar unos negros ricos que sólo quieren la vida de los blancos ricos? —replicó—. ¿Por qué Macozoma no explica cómo beneficiará su riqueza a los millones de negros pobres?».

Los números la respaldan. Los no blancos forman el 90% de la población, pero sólo el 4 % de las empresas que cotizan en Ia bolsa de valores está controlada por gente como ellos. El 27% se encuentra en manos extranjeras y el 69% pertenece a los blancos. Entre quienes ganan más de 60.000 dólares anuales, se cuentan unos 100.000 blancos y unos 5.000 negros. En los últimos años, 300.000 negros han alcanzado el rango medio de sueldos (de 13.000 a 23.000 dólares), pero eso le sirve de escaso consuelo a la mayoría negra: el desempleo llega al 42%.

Se había hecho tarde, no encontrábamos el transporte que yo debía tomar y a la señora Dlamini le urgía encontrar el suyo. El anochecer es mala noticia para quienes no tienen coche. Antes de irse, entre disculpas, Lucy me dijo que uno de los líderes más queridos de la lucha contra el apartheid había anticipado lo que pasaría con The Fab Four: «Lo que temo es que los libertadores se revelen a sí mismos como elitistas —declaraba Chris Hani en 1992, poco su antes de asesinato—, que conduzcan un Mercedes Benz y usen los recursos del país para vivir en palacios y acumular riqueza».

SOWETO: UN CASO ESPECIAL

Aunque los blancos juegan al rugby, la pasión de los negros sudafricanos es el fútbol. Sobre todo ahora que su país está organizando la Copa Mundial de 2010. Eso le añade emoción al torneo de la liga local, que se decidió en dos partidos simultáneos. Ganaba quien obtuviese más puntos, y Kaizer Chiefs y Orlando Pirates estaban empatados. Son los dos equipos más populares del país, ambos de Soweto. El vencedor de la copa sería quien mejor se desempeñase contra su rival de turno. Y a mí me invitaron a ver los encuentros en un pub del barrio sowelano de Pimville.

Había tenido suerte, estaba con Annica (suena como pizza), una blanca afrikáner, y su ex pareja, Lukanyo, un negro xhosa, con quienes había contactado a través de un blog que yo había abierto en la página del Mail&Guardian, un periódico local (fue así como conocí también a Cheryl). El público del bar estaba dividido y todos me pedían que escogiera un equipo. Como Lukanyo iba por los Pirates, yo me sumé. Mal asunto, porque ganaron los Chiefs y nos dedicaron un desafinado concierto de bubuzelas.

Soweto es la pieza fundamental de la Sudáfrica contemporánea, la llama de la conciencia negra, la chispa de una y muchas insurrecciones. Fue creado cuando los blancos decidieron que no querían tener a los negros en las ciudades. Echaron abajo sus casas y los obligaron a marcharse lejos. Pero no tanto que les resultara imposible ir a trabajar a las empresas de los blancos, que necesitaban aquella mano de obra superbarata. Así nacieron tantos pueblos satélites de las ciudades blancas, a las que los negros sólo podían entrar si tenían un pase. Situada a dieciocho kilómetros de Johanesburgo, Soweto ya es una ciudad de 3,5 millones de habitantes. Aunque en ochenta años se ha desarrollado una pequeña burguesía y existe un barrio de ricos, cientos de miles de personas siguen hacinadas en viviendas de cartón en barrios marginales. Soweto ha sido en otra época epicentro de los movimientos opositores y escenario de revueltas, como la de 1976, protagonizada por estudiantes de secundaria que se oponían a que les quitaran el inglés y les impusieran el afrikaans como idioma de enseñanza. La represión dejó mucha sangre y una foto para la historia universal: Héctor Pieterson, de trece años, asesinado a tiros por la policía, es trasladado por sus hermanos.

En aquel momento, ingleses y afrikáners de la Universidad del Witwatersrand, de Johanesburgo, se manifestaron en solidaridad con Soweto. Eran pocos, unos doscientos, y antes de que llegara la policía a romperles las narices a porrazos —contra ellos no hubo balas—, los transeúntes los acribillaron con huevos y tomates. Los jóvenes manifestantes intentaban llamar la atención sobre una cuestión en especial: «El problema es el sistema, no el idioma», rezaba uno de los carteles. Pero el sistema del apartheid hizo del idioma afrikaans su instrumento, y por eso la oposición convirtió el inglés en la lengua de la libertad, aunque no fuese una lengua africana.

Antes del partido, había ido con Annica al museo erigido en el sitio donde murió Héctor Pieterson. Habíamos mirado las fotos de aquellos adolescentes que se manifestaban con carteles en donde se leía «el afrikaans debe ser abolido». Los textos de la sala contaban cómo el gobierno había querido obligarlos a aprender de un día para otro ese extraño idioma, en el que debían recibir todas las lecciones. Escuché un sollozo a mi lado: Annica se cubría nariz y boca con las dos manos. Adora el afrikaans, su lengua materna, pero tiene que tragarse lo que se hizo con él. Y a diferencia de miles de blancos que nunca han ido a Soweto ni se imaginan cómo se vive allí, para ella no era la primera visita al museo ni resultaba novedad lo que mirábamos y leíamos. Sin embargo, cada visita era una nueva confrontación con la misma historia.

Lo anterior es cosa de todos los días en Sudáfrica. Annica lo vivía como afrikáner, y aunque ya no era pareja de Lukanyo, seguían saliendo frecuentemente como amigos. Lukanyo tiene treinta y dos años y trabaja como periodista en un prestigioso despacho de prensa financiera. Es un tipo inteligente, ama la música culta, juega un poco al billar, le gusta la cerveza (“Windhoek, please”, la marca namibia), la derrota de los Pirates no le quitó el buen humor y se reía de los afrikáners ricos, “que no se dan cuenta de lo que tienen porque están muy ocupados quejándose de los negros”. Conmigo se movía a sus anchas, sin trabas. Me coló en fiestas de inmigrantes congoleses en Yeoville, a las que no es fácil entrar si eres blanco y menos fácil resulta aún salir, pero también me llevó a pubs del barrio cheto de Norwood, frecuentados sobre todo por afrikáners, ingleses y judíos, donde es rara la presencia de negros.

Si las cosas fuesen como hace quince años, Lukanyo no habría podido salir conmigo, frecuentar locales de blancos, entrar en las ciudades sin un pase de trabajo o asistir a la universidad. Tal vez podría haberle tocado la inmensa suerte de contarse entre el 1% de alumnos negros que Witwatersrand, la más progresista de las instituciones académicas, empezó a admitir cuando el apartheid se desmoronaba, pero en ninguna empresa blanca lo habrían fichado en un puesto de nivel medio. Por brillante que fuese Lukanyo y por humano que fuese su jefe, el sistema sólo le habría permitido postularse a posiciones bajas. ¿Qué decir del atrevimiento de tener una pareja blanca? Peor aún, ¡una mujer afrikáner! Todavía hoy, las parejas interraciales son objeto de agresiones por la calle, resultan inaceptables para las familias de los cónyuges, para los vecinos y para quienes no tienen nada que ver con ellos. Pero al menos ahora son legales. Antes las castigaban con cárcel.

La gran mayoría negra sigue careciendo de educación y oportunidades. Lamentablemente, la situación de Lukanyo es atípica. Se trata de un privilegiado, un tipo con talento y suerte que logró aprovechar las posibilidades que trajo consigo la democracia. Me dolía imaginar que encontrarse conmigo podría haber sido un problema para él, que podría no haber conocido a Annica, que en lugar de escribir habría podido acabar de portero en el edificio de un periódico, muriéndose de envidia (y ¿por qué no?, de resentimiento y odio) al observar el cotidiano trajín de los reporteros, siempre corriendo entre la noticia y la redacción. Su intercambio con ellos habría podido ser un: «¿Qué tal, sir? ¿Buena información?». Tal vez se habría hecho amigo de algún periodista progresista, pongámosle William, a quien preguntaría, exagerando el trato informal: «¿Cómo te fue, Billy? ¿Conseguiste una historia emocionante? ¡Bien por ti, compañero!».

LAS CONTRADICCIONES PELIGROSAS

La Universidad de Witwatersrand es la más importante del África subsahariana. Era 99% blanca bajo el apartheid, hoy en día la mayor parte de sus estudiantes son negros. Dos semanas antes de que yo llegara, en la clase de sociología del profesor Devan Pillay, una alumna recordaba los reclamos estudiantiles de la época de la lucha antirracista, cuando la comunidad universitaria se negaba a usar categorías raciales en clase. «Yo no veo la raza y me rehúso a ser forzada a verla». Varios de sus compañeros la acusaban, indignados, de hacer una maniobra de distracción para ocultar la vigencia de ciertos privilegios determinados por la raza; decían que la chica era una de esas personas que de la noche a la mañana se habían enamorado de un «no racialismo». Ella es blanca y sus críticos, negros, pensaban que les estaba negando el derecho a estar orgullosos de su negritud y beneficiarse del BEE.

«Estas contradicciones —me explicó Pillay— son la marca de Sudáfrica». Su alumna había recordado correctamente que la lucha por las libertades de los negros postulaba la desaparición de la discriminación por la raza, mientras que el BEE congeló estas divisiones. Pero el racismo persiste, aunque no a causa del BEE. Por aquellos días, me tocó ver esta escena: una blanca pagaba en la caja de una tienda. Un negro se le acercó para decirle algo en voz baja. El cajero, también negro, le preguntó al hombre, de mala manera, qué se le ofrecía con la dama, y le dijo que se alejara. La mujer se enojó y, con voz cortante, replicó: «¡Es mi marido!». El cajero no hallaba cómo disculparse: «¡Oh, lo siento, perdón!». El esposo atajó, para dar por concluido el asunto: «No importa, no importa». Con voz de resignación y cansancio, agregó: «Estoy acostumbrado». Este ejemplo le sirvió a Devan para explicar que, si bien atenuado, el racismo sigue siendo el de otros tiempos, los blancos están por encima de los negros. Las normativas que desfavorecen a los blancos a partir del establecimiento del BEE deben calificarse como discriminación, pero no como racismo, porque no se basan en una ideología supremacista negra que sostenga que los blancos son inferiores, sino en una política que los penaliza porque presume que todos ellos se beneficiaron de privilegios injustos durante el apartheid. En todo caso, el BEE no se ocupa de las causas de la pobreza, pues supone que todos los negros son trabajadores y todos los blancos son ricos. Si bien es cierto que la mayoría de los dueños del capital eran y siguen siendo blancos, gran parte de la gente blanca pertenece a las clases trabajadoras.

La solución, según Devan, no es “un capitalismo negro re-racializado” que no se ocupa de solventar el problema nacional, sino simplemente de cambiar la apariencia de la desigualdad. Muchos blancos y unos pocos negros serán ricos, pero el problema de la mayoría pobre multicolor seguirá igual, porque el conflicto fundamental continúan siendo la miseria y la desigualdad. «Ésta es la causa real de inestabilidad en todas las sociedades. La cuestión de la raza solamente la agudiza.» Su propuesta es que las políticas de acción afirmativa no se enfoquen sólo hacia los negros, sino hacia los sectores previa y actualmente desaventajados, sin importar el color de piel: «¡No me digas que Sexwale, Macozoma y demás magnates negros están en desventaja!». La gran mayoría de los pobres son negros y seguirían constituyendo el gran bloque de beneficiarios, pero los blancos no quedarían excluidos.