Ni los gallos muertos en el patio de su casa, ni los relojes de cuco que nunca tuvo despertaron a Caperucita al filo del amanecer. Fue el rugido de los misiles que los aviones escupían como salivazos de muerte sobre su poblado. Ese ruido se confundía con el canto del imán que llamaba a sus fieles a realizar su primer rezo. Vivía en Palestina.
Su abuela hacía tiempo que estaba enferma así que esa era una buena hora para llenar su cesta de amor y llevarle las pocas medicinas caducadas que las alambradas permitían que hubiese en casa de cada Caperucita. Vivía en Palestina.
Se levantó y se lavó frente al espejo. Su cara era tan bonita como el final de los cuentos felices. Al escribir estas líneas me enamoré de sus ojos y de su tristeza. Su mirada atravesaba el espejo y todos los siglos pasados de odio entre los hombres. Se colocó sobre su pelo recogido el velo rojo que su madre le regaló cuando dejó de ser niña y pensó que quizá debería cambiarlo por otro sin agujeros. Justo antes de partir besó las mejillas de su madre que no le dijo nada. No le hizo prometer que tendría cuidado con los extraños al cruzar el bosque. Caperucita no hablaría con extraños porque no existían los extraños. El único peligro era el Lobo y ese era un viejo conocido que casi todos los días visitaba sus vidas. El Lobo acechando en todas partes. Además, allí no había lugar en el que perderse. El bosque era el mismo de siempre aunque últimamente había cambiado debido a los olivos que caían arrancados por las dentelladas del Lobo. Aun sin árboles, más que un bosque, todo era una jungla. Vivía en Palestina.
Partió hacia su destino con la cesta llena de pan duro, espinas y paciencia hasta los bordes. Más que una cesta parecía llevar bajo el brazo el peso de la realidad. Más que ir a casa de su abuela iba a intentarlo. Vivía en Palestina.
El camino era fácil pero cruzarlo era un milagro. Calculo que habría un kilómetro entre la casa familiar y la de los abuelos pero para llegar allí era necesario desandar medio siglo de humillaciones. El Lobo desde hacía un tiempo tapiaba con cemento la esperanza de las caperucitas que llevaban medicinas a sus abuelitas. Tan tonto, desconfiado y avaro era el Lobo que un día puso diez metros de hormigón para que en el bosque de Caperucita no entrara el viento de la libertad. Así Caperucita tenía que caminar con su cesta durante horas a lo largo de aquel muro gris como el pulmón de un fumador. Vivía en Palestina.
Llegó a la única salida de su bosque abrasada por la furia del sol pero aun llena de fuerza. Vio un gran semáforo en rojo vigilado por el Lobo. Era el punto de olfateo. Caperucita golpeó con su corazón en esa puerta y apareció el lobo que se dedicó únicamente a olfatearla. No había nada que le gustara más que olfatear y morder. Todos los leñadores ya conocían al Lobo. Todos lo sabían pero nadie hacía nada por evitarlo. Incluso el más fuerte de todos los leñadores del mundo, el que más podría hacer por Caperucita, el rudo y violento leñador tejano, en lugar de ayudar a Caperucita ponía su hacha en favor del lobo. Qué rabia que en un cuento lleno de leñadores no haya ninguno dispuesto a salvar estas páginas de la injusticia. Y es que el Lobo tiene todos los semáforos en verde y un gran cheque en blanco que le regalaron hace tiempo. Vivía en Palestina.
Tragó saliva la pobre Caperucita mientras el calor hizo que algo goteara en la cesta. En esas horas de espera recordó nuestra amiga cómo durante 6 días el Lobo mordió sin parar la piel de 1967 caperucitas. Siguió pensando. La rabia se le tiró al cuello cuando se acordó que toda esa espera era para llevar medicinas a una casa que se veía a pocos metros tras el punto de olfateo. No podía llevar las medicinas y tampoco había flores en el camino para recoger. Por eso lloró pero ella no mostró su debilidad y metió sus lágrimas en el tarro vacío de la mermelada que llevaba para su abuela. Nada hace más feliz a un lobo que ver llorar a las Caperucitas. Vivía en Palestina.
Esto que os he contado ya no se como acababa. El cuento de Caperucita Roja tiene 2 finales conocidos: el de Charles Perrault, final cruel, en el que la fábula acaba con el lobo tragándose a la inocente niña, y el de los Hermanos Grimm, en el que, felizmente, la abuelita y nuestra querida protagonista son salvadas por la figura paternal de un leñador que había visto cómo se las gastaba el lobo. La historia de Caperucita no sé como finalizará pero Ojalá (INSH´ALLAH) tengan razón los Hermanos Grimm y ningún hombre esconda un lobo dentro, ojalá que las Caperucitas no sean arrojadas contra muros de la vergüenza y que las medicinas lleguen siempre a todas las abuelas. Quizá si encontráramos una goma que borrara las heridas y las humillaciones... Por si no lo he dicho, Caperucita vivía en Palestina.
(Tomado de marwanblog.blogspot.com)
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