“La dictadura no es más que la hipertrofia de la opresión del sistema. Si derrocas la dictadura sin tocar el sistema, la opresión persiste”. (Estudiante de sociología chileno explicando el motivo de la lucha juvenil al movilero de la Televisión Nacional, en 2012)
No son pocos ni
son cosa del pasado los movimientos políticos que se caracterizan por la
destacada heroicidad de sus militantes y dirigentes, que protagonizan luchas
muy desiguales, por lo general contra sistemas encarnizadamente opresivos, cuyo
núcleo de gobierno dictatorial, fuerzas de represión, sicarios, torturadores y
tenebrosas mazmorras son el blanco evidente contra el que ha de dirigirse la
energía revolucionaria. En este enfrentamiento, cuando nadie duda acerca de
cuál es el objetivo inmediato, tampoco el líder estará en duda: será es el más
heroico, el más resuelto, el más templado, el mejor de nosotros. Los demás, sólo tenemos que ser
capaces de seguirlo.
Cuando el
gobierno dictatorial se debilita, porque los embates de la revolución han
comenzado a agrietarlo y el derrumbe acecha, y porque comienza a perder la
unanimidad de los que antes le permitieron encumbrarse, los dueños del sistema
–normalmente más lúcidos que sus ocasionales representantes en la
administración- tienden a parlamentar y a conceder. Plantean una negociación en
la que ofrecen cambiar algunas, unas cuantas o todas las formas, siempre que no
se toque el contenido. En este punto es donde la heroicidad, la resolución, el
temple, se revelan menos valiosos que un programa político claro y certero. Todas las
anteriores hazañas del líder y los dirigentes, toda la larga lucha del
movimiento, pueden quedar opacadas según la elección que hagan ahora: si aceptan
que el fin de la lucha es el cambio de las formas, o si persisten en la idea
primigenia de revolucionar los contenidos. Para decirlo en argentino, si se
dejan convencer de que “con la democracia se come, se cura y se educa”, o si
prefieren garantizar la justicia antes que levantar las banderas de la paz y la
concordia (banderas que antes el sistema despreciaba, pero que ahora agita
como “el interés superior de todos”).
La primera
propuesta asegura el fin inmediato de la lucha, una apariencia de paz, los
merecidos honores a los sacrificados dirigentes (¡incluso de parte de gentes de
las que nunca los hubiesen esperado!), y el cambio de varias o de la mayoría de
las formas más explícitas y ofensivas de la opresión. Posteriormente resurgirán
los desgarrones bajo los parches pespunteados del armisticio, volverán a
sentirse más agudos los dolores acallados, pero ya no estarán aquí los
costureros y el pueblo deberá replantearse el mismo problema con otros líderes, otros
movimientos. La segunda propuesta, en cambio, todo hay que decirlo, es más
ardua: después de la lucha, que ha sido cruel y ha sido mucha, continuar en la
búsqueda de la justicia será otra lucha, más larga, más profunda, más difícil, si cabe. Con
la única ventaja de que estaremos “golpeando el fierro en caliente”, lo que por cierto no será poca cosa. Pero si el líder y el movimiento conceden a los
verdugos la tregua que sólo piden cuando van perdiendo, si aceptan sus lisonjas
y sus falsos arrepentimientos, si toman sin inventariar los jirones de poder
que abandonan en la huida, tendremos que entender que todo volverá a empezar,
de cero, sin ese líder ni ese movimiento, más tarde o más temprano.
Algo así pasa en
Sudáfrica, donde los paupérrimos asentamientos detrás del estadio de la final
del mundial 2010 abarcan muchos kilómetros cuadrados, y donde la policía del
gobierno negro masacra a 34 mineros negros para hacerles entender que en las
minas de los boers y de los británicos no se hace huelga. Nelson Mandela murió
el 5 de diciembre, y el pueblo sudafricano lo llorará como el querido líder de
luchas ya pasadas. Pero los trabajadores, blancos y negros, desde hace tiempo
están buscando otros líderes, otros movimientos, con los que continuar su larga
jornada hacia la justicia.
Lo que sigue son
unas postales de la Sudáfrica post-apartheid, tomadas del relato del periodista
mejicano Témoris Grecko, en su libro Asante
África (2010)…
JOHANESBURGO:
LOS CUATRO FABULOSOS
Encontré una
pensión en la zona de Melville, lo más parecido a un barrio bohemio de clase
media en Johanesburgo. Está situado a media hora en taxi colectivo del centro
de la ciudad, adonde fui acompañado por Antoine, un francés: mucho nos habían
advertido de sus peligros. Pero el incidente más grave fue nuestro encuentro
con un cómico callejero que humillaba a sus involuntarios comparsas para hacer
reír a la multitud: dos blanquitos eran el objeto perfecto para el escarnio.
Algunas manos trataron de retenernos, pero huimos a la carrera, sin
preocuparnos por la dignidad.
Una vez a salvo
del humor africano, echamos a andar tranquilos. Así nos dimos cuenta de que los
grandes rascacielos están vacíos. Lejos están hoy las aseguradoras, los bancos,
la bolsa de valores... sólo los organismos públicos y algunos periódicos
permanecen ahí. Los reporteros dijeron que
todos habían sufrido al menos un asalto en los alrededores. Al deambular por
las calles —un hormiguero de gente que trafica con comida, camisetas o aparatos
electrónicos en humildes puestos callejeros—, uno piensa que está en una ciudad
cien por ciento negra: no se ve un solo blanco por la calle. En tiempos del
apartheid era al revés: al caer la tarde ya no se permitía la presencia de
negros.
Con Cheryl, la
que había sido mi anfitriona en Centurión, fui al día siguiente a Sandton, el
barrio a todo lujo adonde escaparon las empresas cuando el sistema de
segregación fracasó. Sus elegantes avenidas han sido pensadas para coches
grandes, las aceras son estrechas y están ocupadas por algunos trabajadores
negros y muchos guardias acompañados de perros agresivos. En el centro
comercial sí que se ve una ciudad racialmente diversa e integrada. En las cajas
del súper, personas negras y blancas se alternan en la fila; en los salones de
belleza, mujeres de todas las razas se aletargan para que les hagan peinados
elaboradísimos; en el bar donde paramos a beber una cerveza de cinco dólares,
jóvenes yuppies con el pelo engominado y coleta, unos rubios y otros morenos,
discuten sobre ofertas públicas de adquisición y futuros del mercado de
divisas.
A un lado del
centro comercial hay una plaza que lleva el nombre de ese revolucionario que apenas hace
dos décadas era señalado como amenaza comunista, Nelson Mandela. La rodean los rascacielos más novedosos de África, que albergan las
mayores fortunas del continente y funcionan como base de operaciones de The Fab Four («Los Fabulosos Cuatro»),
los nuevos tycoons o estrellas de los
negocios, empresarios negros cuya fortuna conjunta supera los 1000 millones de
dólares, distribuidos en acciones de grandes empresas mineras, aseguradoras,
bancos, equipos de fútbol y carreras de coches.
Se trata de los
beneficiarios del BEE (Black Economic Empowerment o
«empoderamiento económico negro»), programa gubernamental destinado a forzar a
los blancos a compartir el control del capital. La estrategia consiste en que
las empresas incorporen personal negro y femenino en todos los niveles, desde
los puestos más bajos hasta los cargos directivos, y que conviertan a estos
empleados en copropietarios. Si una compañía quiere concursar en licitaciones estatales,
debe formar parte del BEE y ganar cien puntos en el programa de acuerdo con la
evaluación de una oficina pública dedicada a ello. Los detractores del BEE
denuncian que las prioridades de asignación no obedecen a criterios de
mejoramiento de una mayoría, sino a la creación de una cúpula negra (el 60% de los puntos corresponden a la
dirección, la propiedad, las nuevas asociaciones y los contratos con otras
empresas adscritas al BEE, mientras que sólo el 40% se otorga a la creación de
nuevos empleos y la capacitación).
Tras despedirme
finalmente de Cheryl, me enfrenté al problema de cómo regresar a mi pensión. No
fue fácil encontrar un transporte, pero logré subirme a un taxi colectivo. Lucy
Dlamini, una mujer zulú de unos cincuenta años que viajó junto a mí durante el
trayecto, me contó con algo de cariño y bastante orgullo lo que había visto un
día desde la ventana de su oficina. Se trataba de uno de los nuevos millonarios
negros de Sandton: «¡Qué guapo se veía Macozoma, qué elegante, rodeado de blancos
ricos! Y todavía me acuerdo de él cuando salió de la cárcel, el gobierno
racista lo tenía preso». Saki Macozoma
había sido el responsable de comunicaciones del Congreso Nacional Africano
(CNA) cuando esta organización, que hoy detenta el poder, todavía era
clandestina e incluso tenía un brazo armado, la guerrilla liderada por Tokyo
Sexwale, otro superhombre de negocios. Ambos estuvieron en prisión con
Mandela, y Sexwale es ahora un posible candidato presidencial, al igual que
Cyril Ramaphosa, antiguo líder sindicalista y secretario general del CNA.
Macozoma, Sexwale y Ramaphosa forman, junto con Patrice Motsepe, cuñado de un
influyente ministro, el grupo llamado The
Fab Four.
Varios pasajeros
del taxi recordaban claramente los nombres y las actividades de Los Cuatro Fabulosos. Pasamos un buen
rato juntos en aquel vehículo, porque el
sistema de transporte público sudafricano es un caos diseñado hace décadas por
los enemigos blancos de los usuarios negros, y el gobierno democrático no ha solventado el problema. Parecían
acostumbrados y se mostraban, además, cordiales. Les parecía insólito que un
blanco se apretara contra ellos. Si en la fiesta de Centurión yo era el moreno,
en el colectivo me veían más bien pálido. A mi lado, la señora Dlamini se las
arreglaba para espantar las arrugas de su traje sastre. Nunca ha reunido
suficiente para comprarse un coche, pero se
considera privilegiada por tener un empleo en un banco, desde donde había
seguido la historia de los nuevos ricos negros: cuando el actual presidente, Thabo Mbeki, puso en marcha el BEE, la
gente pensó que aquello significaría más y mejor trabajo para todos. Pero hubo poco de eso, y los otros
pasajeros veían el programa como una operación de intercambio de influencia
política por posiciones financieras. «Eso en tu país nunca lo permitirían»,
me dijo la amable señora sin la menor intención irónica. El vecino de la
izquierda me tocó el brazo para enfatizar el punto con su aprobación.
Para hacer
negocios en Sudáfrica, una empresa tiene que formar parte del BEE. Las
compañías más poderosas han buscado siempre a las mismas personalidades negras,
les han dado acciones y las han incorporado en los puestos directivos. A
cambio, han conseguido la aprobación del BEE y, por añadidura, han accedido a
los primeros niveles de la administración pública y del CNA. Cuando llegamos a
la parada del centro —enorme, desorganizado, sucio, peligroso—, la señora
Dlamini me acompañó a buscar mi próximo transporte. Sólo había negros, «pero los líderes de este país no saben lo que
es pasar por aquí todos los días», dijo la afable mujer, que para entonces
ya parecía haberle perdido todo el cariño a Macozoma. Era un sitio techado,
lleno de vehículos que no tienen que someterse a controles de contaminación y
el esmog me estaba asfixiando. «Tú toses y ellos están cantando», me dijo. Miré
alrededor, pero no veía a nadie que entonara melodías. «No son "Los Cuatro Fabulosos", son "las cuatro
fábulas" del BEE, porque son cigarras que no dejan de cantar mientras las
hormigas seguimos trabajando. Yo digo que el significado real de BEE es Black
Élite Enrichment ("enriquecimiento de la élite negra")».
Lo que más le
molestaba era que los multimillonarios negros no se preocupasen por la gente
por la que lucharon en su juventud. Ese día en la prensa, Macozoma afirmaba que
las críticas sólo provienen de los blancos y que, por eso, son «racistas»: «No
apoyaría un sistema de libre empresa que tolerara la pobreza —decía la cita—,
pero cinco o seis de nosotros repartidos por la economía podemos conseguir un
cambio fundamental». Le mostré el diario a la señora Dlamini: «¿Qué pueden
cambiar unos negros ricos que sólo quieren la vida de los blancos ricos?
—replicó—. ¿Por qué Macozoma no explica
cómo beneficiará su riqueza a los millones de negros pobres?».
Los números la
respaldan. Los no blancos forman el 90% de la población, pero sólo el 4 % de
las empresas que cotizan en Ia bolsa de valores está controlada por gente como
ellos. El 27% se encuentra en manos extranjeras y el 69% pertenece a los
blancos. Entre quienes ganan más de
60.000 dólares anuales, se cuentan unos 100.000 blancos y unos 5.000 negros.
En los últimos años, 300.000 negros han alcanzado el rango medio de sueldos (de
13.000 a 23.000 dólares), pero eso le sirve de escaso consuelo a la mayoría
negra: el desempleo llega al 42%.
Se había hecho
tarde, no encontrábamos el transporte que yo debía tomar y a la señora Dlamini
le urgía encontrar el suyo. El anochecer
es mala noticia para quienes no tienen coche. Antes de irse, entre
disculpas, Lucy me dijo que uno de los líderes más queridos de la lucha contra
el apartheid había anticipado lo que pasaría con The Fab Four: «Lo que temo
es que los libertadores se revelen a sí mismos como elitistas —declaraba Chris
Hani en 1992, poco su antes de asesinato—, que conduzcan un Mercedes Benz y
usen los recursos del país para vivir en palacios y acumular riqueza».
SOWETO: UN CASO
ESPECIAL
Aunque los
blancos juegan al rugby, la pasión de los negros sudafricanos es el fútbol.
Sobre todo ahora que su país está organizando la Copa Mundial de 2010. Eso le
añade emoción al torneo de la liga local, que se decidió en dos partidos
simultáneos. Ganaba quien obtuviese más puntos, y Kaizer Chiefs y Orlando
Pirates estaban empatados. Son los dos equipos más populares del país, ambos de
Soweto. El vencedor de la copa sería quien mejor se desempeñase contra su rival
de turno. Y a mí me invitaron a ver los encuentros en un pub del barrio
sowelano de Pimville.
Había tenido
suerte, estaba con Annica (suena como pizza), una blanca afrikáner, y su ex
pareja, Lukanyo, un negro xhosa, con quienes había contactado a través de un blog que yo había abierto en la página del Mail&Guardian, un periódico local
(fue así como conocí también a Cheryl). El público del bar estaba dividido y
todos me pedían que escogiera un equipo. Como Lukanyo iba por los Pirates, yo
me sumé. Mal asunto, porque ganaron los Chiefs y nos dedicaron un desafinado
concierto de bubuzelas.
Soweto es la
pieza fundamental de la Sudáfrica contemporánea, la llama de la conciencia
negra, la chispa de una y muchas insurrecciones. Fue creado cuando los blancos decidieron que no querían tener a los
negros en las ciudades. Echaron abajo sus casas y los obligaron a marcharse
lejos. Pero no tanto que les resultara imposible ir a trabajar a las empresas
de los blancos, que necesitaban aquella mano de obra superbarata. Así nacieron tantos pueblos satélites de
las ciudades blancas, a las que los negros sólo podían entrar si tenían un
pase. Situada a dieciocho kilómetros de Johanesburgo, Soweto ya es una
ciudad de 3,5 millones de habitantes. Aunque en ochenta años se ha desarrollado
una pequeña burguesía y existe un barrio de ricos, cientos de miles de personas siguen hacinadas en viviendas de cartón en
barrios marginales. Soweto ha sido en otra época epicentro de los
movimientos opositores y escenario de revueltas, como la de 1976, protagonizada
por estudiantes de secundaria que se oponían a que les quitaran el inglés y les
impusieran el afrikaans como idioma de enseñanza. La represión dejó mucha
sangre y una foto para la historia universal: Héctor Pieterson, de trece años,
asesinado a tiros por la policía, es trasladado por sus hermanos.
En aquel
momento, ingleses y afrikáners de la Universidad del Witwatersrand, de
Johanesburgo, se manifestaron en solidaridad con Soweto. Eran pocos, unos
doscientos, y antes de que llegara la policía a romperles las narices a
porrazos —contra ellos no hubo balas—, los transeúntes los acribillaron con
huevos y tomates. Los jóvenes
manifestantes intentaban llamar la atención sobre una cuestión en especial: «El
problema es el sistema, no el idioma», rezaba uno de los carteles. Pero el
sistema del apartheid hizo del idioma afrikaans su instrumento, y por eso la
oposición convirtió el inglés en la lengua de la libertad, aunque no fuese una
lengua africana.
Antes del
partido, había ido con Annica al museo erigido en el sitio donde murió Héctor
Pieterson. Habíamos mirado las fotos de aquellos adolescentes que se
manifestaban con carteles en donde se leía «el afrikaans debe ser abolido». Los
textos de la sala contaban cómo el gobierno había querido obligarlos a aprender
de un día para otro ese extraño idioma, en el que debían recibir todas las
lecciones. Escuché un sollozo a mi lado: Annica se cubría nariz y boca con las
dos manos. Adora el afrikaans, su lengua materna, pero tiene que tragarse lo que se hizo con él. Y a
diferencia de miles de blancos que nunca han ido a
Soweto ni se imaginan cómo se vive allí, para ella no era la primera visita al
museo ni resultaba novedad lo que mirábamos y leíamos. Sin embargo, cada visita
era una nueva confrontación con la misma historia.
Lo anterior es
cosa de todos los días en Sudáfrica. Annica lo vivía como afrikáner, y aunque
ya no era pareja de Lukanyo, seguían saliendo frecuentemente como amigos.
Lukanyo tiene treinta y dos años y trabaja como periodista en un prestigioso
despacho de prensa financiera. Es un tipo inteligente, ama la música culta,
juega un poco al billar, le gusta la cerveza (“Windhoek, please”, la marca namibia),
la derrota de los Pirates no le quitó el buen humor y se reía de los afrikáners
ricos, “que no se dan cuenta de lo que
tienen porque están muy ocupados quejándose de los
negros”.
Conmigo se movía a sus anchas, sin trabas. Me coló en
fiestas de inmigrantes congoleses en Yeoville, a las que no es fácil entrar si
eres blanco y menos fácil resulta aún salir, pero también me llevó a pubs del
barrio cheto de Norwood, frecuentados sobre todo por afrikáners, ingleses y judíos, donde es
rara la presencia de negros.
Si las cosas
fuesen como hace quince años, Lukanyo no habría podido salir conmigo,
frecuentar locales de blancos, entrar en las ciudades sin un pase de trabajo o
asistir a la universidad. Tal vez podría haberle tocado la inmensa suerte de
contarse entre el 1% de alumnos negros que Witwatersrand, la más progresista de
las instituciones académicas, empezó a admitir cuando el apartheid se
desmoronaba, pero en ninguna empresa blanca lo habrían fichado en un puesto de
nivel medio. Por brillante que fuese Lukanyo
y por humano que fuese su jefe, el sistema sólo le habría permitido postularse
a posiciones bajas. ¿Qué decir del
atrevimiento de tener una pareja blanca? Peor aún, ¡una mujer afrikáner!
Todavía hoy, las parejas interraciales son objeto de agresiones por la calle,
resultan inaceptables para las familias de los cónyuges, para los vecinos y
para quienes no tienen nada que ver con ellos. Pero al menos ahora son legales. Antes las castigaban con cárcel.
La gran mayoría
negra sigue careciendo de educación y oportunidades. Lamentablemente, la
situación de Lukanyo es atípica. Se trata de un privilegiado, un tipo con
talento y suerte que logró aprovechar las posibilidades que trajo consigo la
democracia. Me dolía imaginar que
encontrarse conmigo podría haber sido un problema para él, que podría no haber
conocido a Annica, que en lugar de escribir habría podido acabar de portero en
el edificio de un periódico, muriéndose de envidia (y ¿por qué no?, de
resentimiento y odio) al observar el cotidiano trajín de los reporteros,
siempre corriendo entre la noticia y la redacción. Su intercambio con ellos
habría podido ser un: «¿Qué tal, sir? ¿Buena información?». Tal vez se
habría hecho amigo de algún periodista progresista, pongámosle William, a quien
preguntaría, exagerando el trato informal: «¿Cómo te fue, Billy? ¿Conseguiste
una historia emocionante? ¡Bien por ti, compañero!».
LAS
CONTRADICCIONES PELIGROSAS
La Universidad
de Witwatersrand es la más importante del África subsahariana. Era 99% blanca
bajo el apartheid, hoy en día la mayor parte de sus estudiantes son negros. Dos
semanas antes de que yo llegara, en la clase de sociología del profesor Devan
Pillay, una alumna recordaba los reclamos estudiantiles de la época de la lucha
antirracista, cuando la comunidad universitaria se negaba a usar categorías
raciales en clase. «Yo no veo la raza y me rehúso a ser forzada a verla».
Varios de sus compañeros la acusaban, indignados, de hacer una maniobra de
distracción para ocultar la vigencia de ciertos privilegios determinados por la
raza; decían que la chica era una de esas personas que de la noche a la mañana
se habían enamorado de un «no racialismo». Ella es blanca y sus críticos,
negros, pensaban que les estaba negando el derecho a estar orgullosos de su
negritud y beneficiarse del BEE.
«Estas
contradicciones —me explicó Pillay— son la marca de Sudáfrica». Su alumna había
recordado correctamente que la lucha por las libertades de los negros postulaba
la desaparición de la discriminación por la raza, mientras que el BEE congeló
estas divisiones. Pero el racismo persiste, aunque no a causa del BEE. Por
aquellos días, me tocó ver esta escena: una
blanca pagaba en la caja de una tienda. Un negro se le acercó para decirle algo
en voz baja. El cajero, también negro, le preguntó al hombre, de mala manera,
qué se le ofrecía con la dama, y le dijo que se alejara. La mujer se enojó y,
con voz cortante, replicó: «¡Es mi marido!». El cajero no hallaba cómo
disculparse: «¡Oh, lo siento, perdón!». El esposo atajó, para dar por concluido
el asunto: «No importa, no importa». Con voz de resignación y cansancio,
agregó: «Estoy acostumbrado». Este ejemplo le sirvió a Devan para explicar que,
si bien atenuado, el racismo sigue
siendo el de otros tiempos, los blancos están por encima de los negros. Las
normativas que desfavorecen a los blancos a partir del establecimiento del BEE
deben calificarse como discriminación, pero no como racismo, porque no se basan
en una ideología supremacista negra que sostenga que los blancos son
inferiores, sino en una política que los penaliza porque presume que todos
ellos se beneficiaron de privilegios injustos durante el apartheid. En todo
caso, el BEE no se ocupa de las causas
de la pobreza, pues supone que todos los negros son trabajadores y todos los
blancos son ricos. Si bien es cierto que la mayoría de los dueños del
capital eran y siguen siendo blancos, gran parte de la gente blanca pertenece a
las clases trabajadoras.
La solución, según Devan, no es “un capitalismo negro
re-racializado” que no se ocupa de solventar el
problema nacional, sino simplemente de cambiar la apariencia de la desigualdad.
Muchos blancos y unos pocos negros serán ricos, pero el problema de la mayoría
pobre multicolor seguirá igual, porque
el conflicto fundamental continúan siendo la miseria y la desigualdad. «Ésta es la causa real de inestabilidad en
todas las sociedades. La cuestión de la raza solamente la agudiza.» Su
propuesta es que las políticas de acción afirmativa no se enfoquen sólo hacia
los negros, sino hacia los sectores previa y actualmente desaventajados, sin
importar el color de piel: «¡No me digas que Sexwale, Macozoma y demás magnates
negros están en desventaja!». La gran mayoría de los pobres son negros y
seguirían constituyendo el gran bloque de beneficiarios, pero los blancos no
quedarían excluidos.