lunes, 3 de octubre de 2011

Psicocirugía

Ando pensando cortar el frenillo de mi lengua. Casi dos años pensando, o mejor, casi dos años resistiéndome a hacerlo. -¿Por qué tenés frenillo todavía? Una pavada, cosa de diez minutos-, me dijo la dentista. Pasa que llevaba más de 40 años con él en perfecta convivencia, nunca un sí ni un no. Hasta ahora, claro, que comienza a molestar con su costumbre de apagar la sonoridad de mis erres, limitar mi posibilidad de recolectar el helado que resbala más abajo del labio inferior, principalmente, a negarme el placer de ir más adentro de la petisita (¡mirá que diste vueltas para llegar al centro de la cuestión!). En fin, que me he dado cuenta de que lo mío es una pavada (cosa de diez minutos) comparado con las dificultades de operarse la nariz, por ejemplo...


Jugar con la máscara

Ha sucedido alguna vez que un cirujano de estética al cortarle la nariz a un paciente ha liberado al asesino que dormía debajo de ella. Después de tantos años de soportar las burlas de sus amigos en el pueblo y de no despertar sino la risa cruel en las mujeres a las que pedía un poco de amor, el tipo concibió que era el enorme garfio de su nariz la causa de su desgracia. Cuando decidió operarse no sabía que ese apéndice se hallaba conectado con las fuerzas del mal, y el cirujano también desconocía los oscuros instintos que estaba acariciando con el bisturí. Aunque la intervención fue un éxito, de regreso a casa el escarnio seguía, y mientras el tipo jugaba a los naipes en el bar, las chanzas arreciaban y la doncella más casquivana tampoco se le rendía. Después de mirarse durante algún tiempo con lágrimas en la luna del armario, quiso recuperar la parte de la nariz que le habían arrebatado donde él pensó que se encontraba su alma perdida, y para esto se puso un cuchillo en el calcetín, montó el cargador en la pistola, se llevó otro de repuesto en el bolsillo y armado de este modo volvió a Madrid para buscarla.

Muchas veces el mundo cambia de sentido dándole un simple tijeretazo a la napia o el cerebro se arregla cuando un cirujano te estira la barbilla y la pliega detrás de las orejas. Hay médicos de cirugía estética que son como peluqueros con bisturí, y las mujeres acuden a su quirófano a hacerse unas mechas o se tumban con desenfado en la piedra y antes de ser anestesiadas piden: lavar y marcar. Entonces el cirujano las abre en canal, y sólo si el doctor es inteligente les analiza el alma antes de rellenarla con silicona.

Los creadores de nuevas anatomías saben el peligro que tiene jugar con la máscara, puesto que ella es la esencia de la persona y en algunos casos todo el universo gira en torno a una expresión del rostro, y si te quitas las bolsas de los ojos junto con los pellejos que te sobran puede suceder que encuentres en el espejo la imagen de aquel joven idiota que fuiste o el muerto que había dentro de ti o a un extraño asesino que asoma.

El tipo llegó a Madrid, con la cabeza llena de viento, una tarde en que reinaba la canícula y se dirigió a la clínica donde había sido operado de la nariz por un famoso doctor en cirugía estética, y como sabía la forma de encontrarlo no preguntó a nadie el camino. Masticando en silencio algunas blasfemias castellanas subió en el ascensor y se guió por el pasillo a través del olfato que le quedaba. Se limitó a abrir la puerta de la consulta y enseguida comenzó a disparar sobre el cirujano y dos enfermeras, una de ellas refugiada en el lavabo.

—¡Quiero ser guapo! —gritaba el asesino mientras vaciaba el cargador.
—¡Lo eres! —exclamó balbuciendo el doctor antes de morir. Fue lo último que dijo.
—¿Dónde está mi nariz? Dámela. Devuélvemela.

Cuando el asesino formuló esta reclamación ya nadaba en un charco de sangre, y ofuscado en medio de la estampida de pacientes que había provocado, huyó del sanatorio buscando su destino. Los buenos médicos de cirugía estética saben que la psicología a veces también se puede operar. Basta con rellenar o vaciar unos senos, hacer un drenaje de grasa en el vientre o borrar las patas de gallo para que un espacio de felicidad se abra ante cualquier individuo, que sólo de este modo es capaz de integrarse en la sociedad. En el borde de las piscinas hoy muchas mujeres hablan de modelos de vestir, de formas de peinarse con la misma naturalidad con que hablan de estirarse la piel o de ponerse una silicona. Ahora cualquiera puede cortar su cuerpo por la línea de puntos con un cuchillo y adaptar a este diseño un nuevo carácter. Algunos hombres también necesitan un rostro distinto para huir de la policía o simplemente buscando que nadie huya de ellos cuando entran en un bar. En la consulta de un buen doctor en cirugía estética hay imágenes que muestran la transformación de un ser humano desde sus formas más grotescas hasta conseguir un perfil de belleza.

—En realidad, lo que hago es psicocirugía —dice el doctor Díaz Torres—. Puede que muchos pacientes se sometan al quirófano llenos de frivolidad, pero uno antes debe advertirles del riesgo que corren. Esto no es una broma ni un capricho, aunque a muchos cambiar de aspecto puede ayudarles a ser felices, a no despreciarse. Dejando aparte la creación de una nueva anatomía mediante prótesis que sirven para recomponer el rostro dañado por los tumores, la vanidad unida a la máscara no es una cuestión tan frívola como parece.
—¿Y qué fue de aquel asesino que buscaba la propia nariz?
—Salió disparado en un coche a doscientos por hora hasta estrellarse en el primer muro propicio que encontró.

Pero sólo los locos son capaces de ir en busca de su napia al otro mundo. La mayoría aspira a que la belleza pasajera o la juventud que el tiempo ahuyentó vuelva a cambio de unas cicatrices.

Jugar con la máscara, en Espectros, de Manuel Vicent