viernes, 24 de mayo de 2013

El venerado Castro Alves

Roberto Arlt, resistiéndose tercamente. Si quieren que actúe como el dueño del diario piensa que debe comportarse un periodista, deberán llevarme con la fuerza pública...




¿Para qué? - (Miércoles 9 de Abril de 1930)

Me escribe un amigo del diario: "Estoy extrañado de que no haya visitado en el Uruguay, ni dé señales de hacerlo allí, en el Brasil, a los intelectuales y escritores. ¿Qué le pasa?".

En realidad

En realidad no me pasa nada; pero yo no he salido a recorrer estos países para conocer gente de que un modo u otro se empeñarán en demostrarme que sus colegas son unos burros y ellos unos genios. ¡Los intelectuales!. Le voy a dar un ejemplo. En un diario de Buenos Aires, número atrasado, traspapelado en la redacción de un periódico de Río, leo un poema de una poetisa argentina sobre Río de Janeiro. Lo leo y me dan tentaciones de escribirle a esta distinguida dama:
-¿Dígame, señora, por qué en vez de escribir no se dedica a la conspicua labor de la calceta?
En Montevideo conversaba con un escritor chileno. Me contaba anécdotas. Las anécdotas atrapan a los intelectuales de allí. A esta escritora un pintor chileno le mandó un magnífico cuadro y ella, en una fiesta que se daba en su homenaje, recoge unas violetas y le dice a mi amigo_
-Oiga, Fulano, envíele estas flores a X...
O estaba trastornada o no se daba cuenta en su inmensa vanidad de que no se envían unas violetas a un señor que la ha obsequiado de esta forma, a una distancia suficiente para permitir que cuando lleguen las flores estén harto marchitas.
Además que la vida de los intelectuales, ¿a quién le interesan los escritores? Uno se sabe de memoria lo que le dirían: elogios convencionales sobre Fulano y Mengano. 
Llega a tal extremo el convencionalismo periodístico que los voy a hacer reír con lo que sigue. Al llegar a Río me entrevistaron redactores de distintos periódicos. En el Diario de la Noite se publicó un reportaje que me hicieron y entre muchas cosas que dije, me hicieron decir cosas que nunca pensé. Allá va el ejemplo: que mi director me invitó a "hacer una visita a patria do venerado Castro Alves".
Cuando yo leí que mi director me había invitado a realizar una visita a la patria del venerado Castro Alves me quedé frío. Yo no sé quién es Castro Alves. Ignoro si merece ser venerado o no, pues lo que conozco de él (no conozco absolutamente nada) no me permite establecerlo.
Sin embargo, los habitantes de Río, el leer el reportaje, habrán dicho:
-He aquí que los argentinos conocen la fama y la gloria de Castro Alves. He aquí un periodista porteño que, conturbado por la grandeza de Castro Alves, lo llama ,emocionado, "venerado Castro Alves". Y Castro Alves me es menos conocido que los cien mil García de la guía telefónica.
Yo ignoro en absoluto qué es lo que ha hecho y lo que dejó de hacer Su Exelencia Castro Alves. No me interesa. Pero la frase quedaba bien y el redactor la colocó. Y yo he quedado de perlas con los cariocas.
¿Se da cuenta, amigo, lo que se macanea periodísticamente?
Imagínese ahora usted las mulas que trataría de pasarme cualquier literato. Así como a mi me hicieron decir que Castro Alves era venerable, él, a su vez, diría que el "dotor" merece ser canonizado, o que Lugones es el humanista y psicólogo más profundo de los cuatro continentes...

No interesan...

No pasa mes casi sin que de Buenos Aires salgan tres escolares en aventura periodística y lo primero que hacen, cuando llegan a cualquier país, es entrevistar a escritores que a nadie interesan.
¿Por qué voy a ir yo a quitarles el trabajo a esos muchachos? No. Por qué voy a ir a sustraerles mercadería a los cien periodistas sudamericanos por cuenta de sus diarios para saber qué piensa Mengano o Fulano de nuestro país. De memoria sé lo que ocurriría. Y, de ir a verlos, tendré que decir que son unos genios y ellos, a su vez, dirán que tengo un talento brutal. Y el asunto queda así arreglado de conversación: "He entrevistado al genial novelista X". Ellos: "Nos ha visitado el despampanante periodista argentino...".
Todo son macanas.
Cada vez me convenzo más que la única forma de conocer un país, aunque sea un cachito, es conviviendo con sus habitantes; pero no como escritor, sino como si uno fuera tendero, empleado o cualquier cosa. Vivir...vivir por completo al margen de la literatura y los literatos.
Cuando al comienzo de esta nota me refería al poema de la dama argentina, es porque esa señora había visto de Río lo que ve un malísimo literaro. Una montañita y nada más. Un buen mono parado en una esquina. ¿No es el colmo de los colmos esto? Y así son todos. Las consecuencias de dicha actitud es que el público lector no termina de enterarse del país, ni de qué forma vive la gente mencionada en los artículos. Y tanto, y tanto, que el otro día, en otro diario nuestro leía un reportaje hecho por un escritor argentino a un general, no sé si de Río Grande o de dónde. Hablaba de política, de internacionalismo de qué se yo. Terminé de leer el chorizo y me dije: "¿Qué sesos tendrá el secretario de Redacción de este diario que no ha mandado al canasto semejante catarata de palabrerío? ¿Qué diablos le importa al público porteño lo que opina un general de cualquier país sobre el Plan Young o sobe cualquier otra mentira más o menos secante?".
Lo que había ocurrido era lo siguiente: así como a mi me hicieron decir que Castro Alves era venerable, porque con ello creían que me congraciaban con el público de Rio (el público de Río le importa un pepino mi opinión sobre Castro Alves), al periodista argentino le hacen reportear a un generalito que los deja imperturbables a los doscientos mil lectores de cualquier rotativo nuestro.
Y con dicho procedimiento los pueblos no terminan de conocerse nunca.
Ahora se explica, lector mío, porqué no hablo ni entrevisto personalidades políticas ni literarias.
 
Roberto Arlt, en Aguafuertes cariocas

jueves, 23 de mayo de 2013

Disfraces de carnaval: la fiesta sigue

Este señor Manuel Vicent, bajo su apariencia de dandy de la descripción, es en realidad un impiadoso hacker de los hábitos sociales, de los mecanismos de control, y de la sinergia entre ambos. Y como siempre sucede, hablando de otros tiempos habla de nosotros y de todos los tiempos...       



El buzón de las delaciones

En las galerías del palacio del Dogo de Venecia, que dan a la plaza de San Marcos, hay unas máscaras labradas en la pared. A simple vista parecen buzones. En realidad son buzones, aunque tienen un carácter muy particular. Por la boca vacía de esas carátulas, los ciudadanos de Venecia podían introducir papeletas con denuncias secretas y delaciones de la más variada índole. Los que cometían delito sexual, los contrabandistas, los funcionarios que negaban gracia y justicia, los contribuyentes que ocultaban sus verdaderas rentas para no pagar al fisco, cualquier transgresor de la ley o de la moral estaba a merced de los delatores privados. Éstos no tenían más que escribir en un boleto el correspondiente agravio, acusación, calumnia o chivatazo, verdadero o falso, contra una persona concreta y dejarlo caer dentro de la máscara. Detrás de ella, al otro lado de la pared, había un cajetín que los sicarios del Dogo vaciaban cuando se llenaba hasta rebosar. Había buzones de la delación en todas las salas del palacio abiertas al público, y cada uno de ellos estaba destinado a recibir una clase de delito. Mientras Venecia bailaba bajo los afeites de carnaval, una conjunción subterránea de ranuras, por donde discurrían cartas envenenadas, elevaba la vida a una sustancia conspiratoria. También en los gabinetes privados, que formaban un laberinto de salones dentro del mismo palacio, había otras máscaras con la boca dispuesta a recibir las maledicencias entre los propios nobles, escribanos y servidores del Dogo.

Las mazmorras que dan al puente de los Suspiros se llenaban de condenados a causa de estas denuncias secretas. Alguien que se encontraba en los brazos de su amante, de pronto era arrebatado del lecho por los esbirros, porque una mano pálida había introducido la notificación del adulterio a través de la correspondiente máscara. Toda Venecia se movía bajo la sospecha, y, no obstante, bailaba, celebraba fiestas carnales, conspiraba detrás de las cortinas, y era feliz sin abandonar la culpa ni la envidia o el odio. Había contrabandistas, jueces prevaricadores, mercaderes tramposos, cardenales expertos en venenos, duquesas mórbidas, espadachines y estoqueadores, emboscados a sueldo, bandidos del amor y comerciantes que alteraban las pesas, y muchas venecianas saltaban de cama en cama riendo mientras Tiziano había conseguido dar carnalidad a los colores, y Canaletto o Guardi pintaban las paradas diplomáticas con que eran recibidos los embajadores en la plaza de San Marcos. Pero debajo de aquellas casacas tan brillantes anidaban las pasiones más bajas, y éstas no se liberaban sino a través de las carátulas que introducían las delaciones en el interior del palacio del Dogo.

Durante mucho tiempo, estas denuncias secretas fueron efectivas. Cualquiera de ellas podía cambiar el destino de un ciudadano. Del despecho de un amante burlado o de la venganza de algún ser desconocido partía la maquinaria de la justicia, y al principio, con este terror anónimo, bajo el terciopelo se gobernaba Venecia. Y el cúmulo de delaciones iba creciendo hasta convertirse en un juego malvado que hacía rebosar los cajetines, y de esta forma también las máscaras de los buzones pasaron a ser, aunque de mármol, otro disfraz de carnaval. Aún permanecen fijadas en las paredes del palacio del Dogo en Venecia, como una metáfora llena de modernidad. La delación es ahora una de las bellas artes. Sólo sirve para jugar.
¿Qué sucedería hoy si hubiera esta clase de carátulas con una profunda garganta donde depositar estas denuncias secretas contra todo tipo de transgresores? No sucedería nada; estas máscaras existen en las paredes de todos los palacios, y alrededor de ellas hay un gran baile establecido. Cada día, los periódicos denuncian escándalos muy visibles, corrupciones sonoras, y, por otra parte, ni los delatores ni los delincuentes se ocultan. La fiesta sigue. No a través de estos buzones de Venecia, sino por medio de escuchas telefónicas, el público y la autoridad quedan enterados de las confidencias de los saltimbanquis. Y, no obstante, muchos saltimbanquis, llenos de seguridad, están abrazados a los jueces. Todo se ha convertido en un juego manierista de denuncias y amnesia. De venganzas y ficciones.

Los grandes titulares de los periódicos destapan un nuevo escándalo cada día, hacen papel de aquellas máscaras venecianas. A través de ellos se establece la conexión con un mundo subterráneo donde la conspiración y la moralidad se hermanan, pero nada sirve de nada. Las fiestas siguen. Las denuncias constantemente repetidas se transforman en música, y al compás de ellas los sospechosos danzan. Desde las paredes de los palacios de nuestro Gobierno, las carátulas de la delación logran alcanzar un grado de belleza que nace del tiempo arañado en el mármol. Estas máscaras aún conservan el rostro airado. Bajo unas cejas luciferinas, sus ojos de fuego miraban fijamente a la persona que se acercaba a depositar una denuncia secreta. Cuando este ciudadano se daba la vuelta, la máscara soltaba una carcajada. Lo mismo que ahora.

Manuel Vicent en Espectros