jueves, 23 de mayo de 2013

Disfraces de carnaval: la fiesta sigue

Este señor Manuel Vicent, bajo su apariencia de dandy de la descripción, es en realidad un impiadoso hacker de los hábitos sociales, de los mecanismos de control, y de la sinergia entre ambos. Y como siempre sucede, hablando de otros tiempos habla de nosotros y de todos los tiempos...       



El buzón de las delaciones

En las galerías del palacio del Dogo de Venecia, que dan a la plaza de San Marcos, hay unas máscaras labradas en la pared. A simple vista parecen buzones. En realidad son buzones, aunque tienen un carácter muy particular. Por la boca vacía de esas carátulas, los ciudadanos de Venecia podían introducir papeletas con denuncias secretas y delaciones de la más variada índole. Los que cometían delito sexual, los contrabandistas, los funcionarios que negaban gracia y justicia, los contribuyentes que ocultaban sus verdaderas rentas para no pagar al fisco, cualquier transgresor de la ley o de la moral estaba a merced de los delatores privados. Éstos no tenían más que escribir en un boleto el correspondiente agravio, acusación, calumnia o chivatazo, verdadero o falso, contra una persona concreta y dejarlo caer dentro de la máscara. Detrás de ella, al otro lado de la pared, había un cajetín que los sicarios del Dogo vaciaban cuando se llenaba hasta rebosar. Había buzones de la delación en todas las salas del palacio abiertas al público, y cada uno de ellos estaba destinado a recibir una clase de delito. Mientras Venecia bailaba bajo los afeites de carnaval, una conjunción subterránea de ranuras, por donde discurrían cartas envenenadas, elevaba la vida a una sustancia conspiratoria. También en los gabinetes privados, que formaban un laberinto de salones dentro del mismo palacio, había otras máscaras con la boca dispuesta a recibir las maledicencias entre los propios nobles, escribanos y servidores del Dogo.

Las mazmorras que dan al puente de los Suspiros se llenaban de condenados a causa de estas denuncias secretas. Alguien que se encontraba en los brazos de su amante, de pronto era arrebatado del lecho por los esbirros, porque una mano pálida había introducido la notificación del adulterio a través de la correspondiente máscara. Toda Venecia se movía bajo la sospecha, y, no obstante, bailaba, celebraba fiestas carnales, conspiraba detrás de las cortinas, y era feliz sin abandonar la culpa ni la envidia o el odio. Había contrabandistas, jueces prevaricadores, mercaderes tramposos, cardenales expertos en venenos, duquesas mórbidas, espadachines y estoqueadores, emboscados a sueldo, bandidos del amor y comerciantes que alteraban las pesas, y muchas venecianas saltaban de cama en cama riendo mientras Tiziano había conseguido dar carnalidad a los colores, y Canaletto o Guardi pintaban las paradas diplomáticas con que eran recibidos los embajadores en la plaza de San Marcos. Pero debajo de aquellas casacas tan brillantes anidaban las pasiones más bajas, y éstas no se liberaban sino a través de las carátulas que introducían las delaciones en el interior del palacio del Dogo.

Durante mucho tiempo, estas denuncias secretas fueron efectivas. Cualquiera de ellas podía cambiar el destino de un ciudadano. Del despecho de un amante burlado o de la venganza de algún ser desconocido partía la maquinaria de la justicia, y al principio, con este terror anónimo, bajo el terciopelo se gobernaba Venecia. Y el cúmulo de delaciones iba creciendo hasta convertirse en un juego malvado que hacía rebosar los cajetines, y de esta forma también las máscaras de los buzones pasaron a ser, aunque de mármol, otro disfraz de carnaval. Aún permanecen fijadas en las paredes del palacio del Dogo en Venecia, como una metáfora llena de modernidad. La delación es ahora una de las bellas artes. Sólo sirve para jugar.
¿Qué sucedería hoy si hubiera esta clase de carátulas con una profunda garganta donde depositar estas denuncias secretas contra todo tipo de transgresores? No sucedería nada; estas máscaras existen en las paredes de todos los palacios, y alrededor de ellas hay un gran baile establecido. Cada día, los periódicos denuncian escándalos muy visibles, corrupciones sonoras, y, por otra parte, ni los delatores ni los delincuentes se ocultan. La fiesta sigue. No a través de estos buzones de Venecia, sino por medio de escuchas telefónicas, el público y la autoridad quedan enterados de las confidencias de los saltimbanquis. Y, no obstante, muchos saltimbanquis, llenos de seguridad, están abrazados a los jueces. Todo se ha convertido en un juego manierista de denuncias y amnesia. De venganzas y ficciones.

Los grandes titulares de los periódicos destapan un nuevo escándalo cada día, hacen papel de aquellas máscaras venecianas. A través de ellos se establece la conexión con un mundo subterráneo donde la conspiración y la moralidad se hermanan, pero nada sirve de nada. Las fiestas siguen. Las denuncias constantemente repetidas se transforman en música, y al compás de ellas los sospechosos danzan. Desde las paredes de los palacios de nuestro Gobierno, las carátulas de la delación logran alcanzar un grado de belleza que nace del tiempo arañado en el mármol. Estas máscaras aún conservan el rostro airado. Bajo unas cejas luciferinas, sus ojos de fuego miraban fijamente a la persona que se acercaba a depositar una denuncia secreta. Cuando este ciudadano se daba la vuelta, la máscara soltaba una carcajada. Lo mismo que ahora.

Manuel Vicent en Espectros

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