lunes, 7 de marzo de 2011

"Tal vez la mentira no esté en este discurso, sino en las cosas abordadas por él"

El magistral Helio Vera está en el prolegómeno de su Tratado de paraguayología, describiendo las materias que formarán su ensayo, entre las que ya ha dejado constancia de la "abominación fanática de la palabra escrita y reivindicación de los versitos del truco" que campea entre sus compatriotas. Entonces, antes de entrar en batalla, recita un conjuro destinado a proteger su texto...

Discurso sobre las cosas

¿Por qué no tenemos derecho a fantasear un poco en este tiempo? Nuestros antepasados, en ambas vertientes, no tuvieron ningún empacho en hacerlo, de modo que no tenemos por qué dejarnos amilanar por los remilgos de los escépticos. Para consuelo de ellos, confesaré que no tengo ninguna convicción inexpugnable sobre lo que proponen estas páginas apresuradas. No hará falta que me hagan cosquillas con la picana eléctrica ni que me obliguen a zambullirme en aguas pútridas, «para averiguaciones». Soy el primero en sospechar que el Paraguay que estas páginas describen no existe en ninguna parte; que es sólo un vago inquilino de la memoria, ese archivo infiel donde se amontonan desordenadamente signos dispersos, recuerdos desordenados, colores y voces deformados por el tiempo.

Como lo intuyó Calvino -no el tedioso, ascético y malhumorado fundador de la religión de los santos visibles», sino el alegre y desenfadado escritor italiano de esta época-, tal vez la mentira no esté en este discurso, sino en las cosas abordadas por él. ¿Quién sabe? Tal vez, más sabios que yo, hombres de sólido talento eludieron este tema porque presintieron lo mismo y optaron por el prudente silencio. Prefirieron no insultar a la inteligencia de los demás, arrojándoles un diluvio de refutables mentiras o de famélicas medias verdades cuya única entidad real es el texto que las contiene.

Una certidumbre parecida habita en el laberíntico texto de «Yo, el Supremo», de Roa Bastos. Su complejo personaje llega, en uno de sus somnolientos circunloquios, a esta desoladora conclusión: «Escribir no significa convertir lo real en palabras sino hacer que la palabra sea real. Lo irreal sólo está en el mal uso de la palabra en el mal uso de la escritura».

¿Dónde está la verdad y dónde la mentira? ¿En las cosas o en las palabras que las describen? ¿O en ninguna parte? ¿Cuáles son los límites entre lo real y lo fantástico? ¿Existen, en realidad, esos límites o son simples fronteras grises, de imposible precisión? ¿Es lícito establecer una implacable dicotomía entre ambos dominios?

Estas interrogaciones llenan bibliotecas inmensas y contestarlas escapa a las posibilidades de este ensayo. Además, hay tantas cosas increíbles en nuestro tiempo que las que aquí están resumidas no deben asombrar a nadie. Se dice, por ejemplo, que el universo se está expandiendo como un globo o como una torta repleta de levadura. Se asegura que si se avanza con la velocidad de la luz, se retrocede en el tiempo de manera que, al regresar de un viaje interestelar, podremos cortejar a las biznietas -que todavía no habían nacido en el momento de partir- de personas que ahora toman leche del biberón. Y sin que nuestros cabellos estén entonces humillados por una sola cana.

¿No es fantástico todo eso? Todo el problema consiste en creer, en tener fe; la fe simple del carbonero o del vendedor de lotería. Si tales cosas son aceptadas gravemente por los sabios, ¿por qué no convenir en que pueden ser reales los seres extraordinarios, como los onocentauros y los morlocks? ¿Por qué no pueden existir los aparecidos, esporádicos emisarios del más allá? Si hay personas que desaparecen sin dejar rastros, como los que volatilizó el proceso de «reorganización nacional» argentino, no debe asombrar que haya otras que aparezcan con idéntica destreza. Que Aladino se haya convertido en millonario frotando una lámpara vieja suele parecernos un cuento para niños. Pero son numerosos los casos de solemnes desharrapados que se convirtieron en millonarios, de la noche a la mañana, sin tener siquiera una lámpara vieja. Zoncera lo de Aladino.

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